Por Romina Rearte
Las luces del teatro Payró, que por segunda noche consecutiva albergaron al público de Calderón, se apagaron y el polvo maravilloso que fue, volvió a ser sólo eso, polvo.
Al traspasar la delgada línea que divide lo racional de las pasiones humanas se ponen en juego las emociones y sensaciones más íntimas del espectador: querer llorar sin saber porque, querer dejar de sentir… pero el corazón late más fuerte que nunca, querer que la mente esté en blanco y no poder, es dolor y es esperanza, es amor y es odio.
Un profesor que no concibe una vida que duela tanto, que busca entender cómo se hace para llegar a ese punto: al de la comprensión. Un hombre derrotado, cansado y en soledad, acepta vivir en la injusticia y en la ignorancia, sin ganas de luchar, casi resignado a morir.
Una alumna, mientras, intenta a toda costa exponer su disertación sobre el Buda, busca sentirse viva, proclamar, luchar y confrontar, hacer la revolución. Busca aprender a amar.
Dentro de un muy bien logrado universo político-social y en el marco de una clase sobre la “tragedia” no quedan temas sin tratar, desde las experiencias de vida del profesor hasta la educación, el rol del estado y el controversial legado de la saciedad. Clase conforma una pieza de con fuerte anclaje generacional que sin dudas invita a reflexionar.
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