Primer certamen de jóvenes críticos en el Festival Internacional de Buenos Aires

sábado, 17 de octubre de 2009

Entrevista Guillermo Calderón: segunda parte


Por Nicolás Baruj Conde, Romina Almirón, Franco Candiloro y equipo.

¿Cómo es la relación del teatro chileno con el argentino?
Chile tiene una relación especial con Argentina, en particular con Buenos aires, un poco de admiración, hasta de envidia, sobre todo en términos teatrales. Es que esta ciudad está al día con lo que pasa y los chilenos nos sentimos un poco marginados. A veces nos preguntamos ¿por qué no nos invitan? Creo que tiene que ver más con nuestra geografía o con nuestra historia: Buenos Aires mira a Europa, entonces le cuesta girarse a mirar a América Latina. Lo que nos dijeron fue que la última obra chilena que había venido era del grupo La tropa hace catorce años, entonces mucho tiempo… por eso, que pase esto es muy interesante, crea una nueva relación cultural y con potencial.

¿Vas a ver alguna obra o participar en alguna actividad dentro del FIBA?
Ya dicté un taller de dramaturgia y dirección, quiero ver obras, pero como no puedo ver todas estoy como un poco angustiado. Pero quiero ver Agosto, y quiero ver La pesca, y también Piaf, que es una cosa totalmente distinta.

Nosotros hasta ahora sólo vimos Neva, no vimos las otras, pero sabemos que es una tribología, porque tienen alguna relación entre ellas, ¿cuál es el punto de partida?
Siempre las vi una tras otra, sin tener idea que era una tribología, hasta que un crítico, dijo ‘Estas obras son parecidas’ ¿por qué? Porque todos tratan problemas más o menos domésticos en un contexto de violencia política… y sí, tiene razón. Está muy bien cuando la crítica descubre algo que los creadores no sabían. Pero viéndolo son así, tiene razón completamente, las tres obras son así.

¿Qué relación tenés vos con la crítica?
Como me han criticado bien (risas) tengo buena relación, pero lo que pasa es que hay crítica y crítica. Como ustedes saben, hay críticos que sufren porque les dan un espacio muy pequeño en el diario y lo que ellos quieren principalmente es una orientación al espectador, entonces, básicamente a ese público le va a gustar la obra que recomiende ese crítico. Hay críticos que piensan que existen obras para niños o para jóvenes y usan un esquema muy antiguo: describen en los primeros párrafos la obra, después hablan de una buena o mala actuación, dicen que la escenografía era buena por esto o por aquello, y finalmente opina que la obra es buena o es mala. Ese esquema en realidad no sirve. La crítica que interesa es aquella que reflexiona y que, como decía antes, dice cosas que no sabía. Es muy excepcional cuando pasa eso. En conclusión, mi relación con la crítica es algo decepcionante porque no siempre aparecen esas reflexiones. Las críticas académicas, en cambio, que son las que salen en las revistas de las universidades, tienen ya cinco páginas para explorar, y es la que más me interesa leer.

Hay un fuerte trabajo de actuación en la obra, ¿como trabajaron la actuación?
La verdad, buena pregunta, porque cuando la gente vio la obra, nos dijeron que era un muy buen ejemplo de actuación realista de calidad, en el sentido más stravinskiano de la palabra, lo cual es interesante, porque nosotros no trabajamos así. Nosotros sentimos que el psicologismo no nos ayuda a llegar a donde nosotros queremos llegar y no necesariamente es la técnica más interesante para actuar, porque hay algo que está desprestigiado hace mucho tiempo sobre todo cuando se hace mal. Esto de que uno tenga que buscar eternamente en los problemas personales para llegar a emociones o construir el pasado, es una cosa muy psicoanalítica. Eso de que ‘la respuesta del personaje esté en el pasado’, o ‘si soy así es porque el pasado me determina’, es complejo ya desde el punto de vista estrictamente psicológico. Uno es mucho más que su pasado, porque somos pura irracionalidad. Somos también racionalidad, modelo, cultura, y mucho más que eso, por eso nosotros siempre nos hemos sentido muy amigos del sistema Stravinsky, trabajamos desde lo físico, desde lo rítmico, desde las ideas. Por ejemplo, cuando un actor o una actriz no está actuando bien, no vamos a la psicología, si no que pensamos en ‘acá hay una idea política que hay que expresar ¿como la expresamos mejor?’ Pensamos en ir más rápido o más lento, o en buscar esta emoción, pero no hay una búsqueda en relación a la verdad del personaje.
Lo que pasa es que 1905 coincide con la época en que Stanislavsky está sistematizando esta idea que tenía sobre la actuación. Obviamente Olga Knipper, que trabajaba en el teatro de Moscú, estaba expuesta a esto: es algo que todos los actores de esa época deben haber tenido como parte de su cultura actoral. En Neva quisimos retratar ese ambiente intelectual y también para criticarlo, porque una obra que en términos de actuación se plantea como melodramática, bien puedo hacer una crítica a lo melodramático. Porque ellos lloran y sufren por el amor y por la muerte, pero al final aparece la pregunta acerca de si tiene sentido llorar por el amor y por la muerte en este contexto político. La idea es que ese principio sobre la actuación y sobre la estética melodramática se ponga en crisis.


¿Cuál creés que es la relación de estos personajes encerrados con las realidades de Argentina y Chile durante las dictaduras militares?
Durante la dictadura el teatro fue como una gran metáfora porque el teatro no murió, se siguió hacienda con mucha dificultad, con apagones culturales fuertes. En esa época, en el caso de Chile, una gran exploración del mundo marginal, un intento de retratar a los pobres en su estado más crudo, como casi una estética naturalista.

En una parte los personajes de Neva dejan de hablar de estos pobres y evitan la charla.
Esta fue la estética teatral durante la dictadura. Después, cuando llegó la democracia, el esquema político paso a un segundo plano, pero la crítica resurgió de esta forma: este grupo esta haciendo una obra como El jardín de los cerezos de Chejov, que es muy doméstica y no se hace cargo de los problemas políticas. Es raro, porque ellos están haciendo esa obra y la guerra entra por las ventanas. Es un poco lo que nos pasa a nosotros. Si dibujara una línea histórica (y esta teoría la estoy inventando mientras voy hablando –risas-) hay una evolución desde el teatro que se hacía desde la marginalidad durante la dictadura a un teatro muy visual, después de los años 90, cuando llega la democracia. Es entonces cuando aparece un teatro muy denso, muy visual, muy espectacular. Después pasa esa euforia del espectáculo visual, y nuevos potenciales de conflictos bélicos empiezan a aparecer con más vigencia, con más fuerza, entonces el teatro empieza a necesitar repensarse.

Con respecto a los actores, volviendo a como trabajás vos, vimos un compromiso con lo que están diciendo. ¿Son conscientes y asumen lo que están diciendo o simplemente son una herramienta?
Buena pregunta. Yo he enseñado en la Universidad muchas veces y es muy importante para la actuación tener una postura política porque eso define tu forma de actuar, tu discurso al actuar. Eso viene de Brecht, salvo porque no está puesto en un mundo realista sino más en el mundo de lo cotidiano. Cuando uno actúa está teniendo una visión política. Es muy simple: si uno hace de mujer en el contexto de un matrimonio, depende cómo uno lo actué puede ser un discurso de sometimiento o no con respecto a esta relación de pareja. Eso antes no era relevante. Antes lo relevante era el drama de la historia, o que los personajes fueran verosímiles, pero con el tiempo y en la medida en que el teatro ha decantado en la política y pasó a ser casi como un tema único, toda la actuación es política, y tiene una relevancia, y por lo tanto hay que hacerse claro de eso. La actuación se construye desde las ideas. A mí me cuesta imponer mis ideas políticas en las obras porque trato que sean comunitarias, entonces el proceso de ensayo es un proceso de discusión de ideas, principalmente. Y si hay un actor o una actriz dice ‘no puedo hacerlo, porque estas no son mis ideas’, mi intención sería integrar esto a la obra, para problematizarlo, para que haya una dialéctica interna en la obra, antes que decirle ‘por favor, andate a otra obra porque no comulgas con mis ideas políticas’. En Neva, la idea es que haya una dialéctica, que no haya un escrito abajo del escenario que diga ‘esta obra significa esto’ porque eso es tremendamente estéril. Es mucho más interesante que la obra sea una provocación clara donde el espectador se vea como en conflicto emocional e intelectual y que esté obligado a pensar. Cuando se hacen obras demasiado lineales en términos políticos la experiencia no es tan interesante, es fría y luego de los primeros diez minutos entiende para donde va.

¿Cuál es el rol del espectador en la obra?
Es incómodo porque tiene que luchar y participar. Sigue siendo placer. Comedia también es placer, pero de otro tipo. Ahora la idea es hacer que el espectador sufra por lo menos la decisión de si lo que ve es comedia o tragedia. La intención es que haya una crisis entre racionalidad e irracionalidad. En una obra tan política la primer intención es comprenderla profundamente desde la racionalidad porque esa es la principal herramienta que tiene cada uno. Pero también está el elemento emocional. A mí no me gustaría que mi obra fuera una experiencia racional completamente, que fuera fría. Por eso, hacia al final, el discurso final de la actriz se hace muy rápido, como una cascada de ideas. La política también es emoción porque uno no sólo es partidario de tal tendencia política por sus ideas racionales pero también por un compromiso familiar, emocional, de amistad, de historia, de relación con sus íconos. El discurso final es tan rápido que uno debería ser capaz de ceder la racionalidad y entregarse a una cosa más emocional.

No dejar espacio a pensar…
Exacto, porque como van una imagen tras otra, uno empieza a ir con ellas, entendiendo y reteniéndolas, pero después de diez minutos, te vas entregando completamente a la función. La idea es que esa cosa estrictamente estética, explique uno de los elementos políticos de la obra que tiene que ver con esta relación entre emoción y política.

¿Cómo llegaste a la decisión de esa mínima escenografía?
Tiene varias fuentes. Una es del escenario de gran despliegue, del otro lado, la resistencia al escenario realista. Nosotros queríamos enfatizar la idea de que esto fuera teatro, porque tenemos una herencia cristiana y no queríamos que fuera una experiencia totalmente emocional sino también teatral. Por otro lado, ensayamos en un lugar muy frío y teníamos esta estufa que usábamos siempre. Eso que a mí me gustaba mucho, porque daba tonos rojos, naranjos, y proyectaba unas sombras muy bonitas. Nosotros siempre quisimos usarla y no nos atrevíamos, estábamos un poco cobardes, pero vino el iluminador y probó muchas formas. Fue accidental, y una vez que estuvo ahí nos dimos cuenta que era ideal para enfatizar esta cosa teatral ‘cristiana’, en sentido de que es temporáneo: un artefacto eléctrico de ese tipo jamás podría estar en esa época, y nos servía para el efecto final, cuando se gira: esa paradoja de poner a los espectadores en la situación en la que estaban los actores. Ya les habíamos dado duro a ellos diciendo que habían venido a entretenerse mientras el mundo se caía.

¿Por qué te interesó en trabajar en el teatro dentro del teatro?
Más que interés, es casi inevitable, porque el teatro de hoy es autorreferencial. Me cuesta mucho hacer una obra completamente ingenua, aunque entiendo que el espectador va a asumir una ficción completamente envuelto en eso. Pero para mí es algo inevitable.

Seguidores